Por el P. Carlos Cano
Conocí a Marcos haciendo oración, participando en la Eucaristía y confesándose, unos cinco años antes de ingresar en el seminario y de volar al cielo, después del lamentable accidente que nos le ocultó a los ojos de este mundo pero que le ha hecho más presente, vivo y activo, si cabe, que hasta ese momento. En el Santuario de Santa Gema se ven, con mucha frecuencia, jóvenes universitarios que vienen a orar, confesar y participar en la Eucaristía; es muy reconfortante constatar que hay jóvenes amigos de Dios que le buscan y “quedan” con El para contarle sus cosas, escucharle y compartir experiencias. Resulta alentador observar cómo oran, cómo luchan, cómo creen y cómo crecen.
Uno de esos jóvenes que me llamó la atención fue Marcos. Casi a diario, en general por la mañana, acudía y se quedaba, ayudado por un libro o simplemente concentrado ante el Sagrario, siempre con su mochila llena de apuntes de la universidad. Era perseverante, y su compostura era típica de un hombre que lleva cosas importantes por dentro. Provocaba paz y, en mi caso, un gozo grande, edificante, que me llevaba a la acción de gracias.
Un día le conocí más personalmente cuando le oí en confesión. Me confirmé en mi impresión y vi en él un alma exquisita, un corazón sincero, una mirada limpia, un buscador empedernido. En todas las ocasiones que le escuché en confesión siempre constaté un amor apasionado a Jesús. Cuando vino de Tierra Santa y me contó su viaje, sólo habló de Jesús, de su Palabra, de su Presencia, de su encuentro personal con Jesús. Cuando regresó de su viaje a México, estaba desbordante de alegría por haber dado testimonio de Jesús y sentirse instrumento de la Gracia.
La última vez que le ví fue una semana antes de ingresar en el seminario. Recuerdo verle entrar en el confesionario y cuando le vi la cara intuí que algo muy importante me quería desvelar. Y así fue. “He terminado la carrera y me voy al Seminario”. No pude menos que levantarme y darle un abrazo, sin palabras y los ojos llorosos, de inmensa alegría. Le ví un hombre feliz, convencido, decidido a darle la vida a Quien tanto le amaba, Jesús. Esos son momentos sacerdotales únicos que llenan de esperanza y suavizan otros momentos de tristeza y desencanto.
Marcos estaba hecho para ser sacerdote, para ser puente hacia Dios, para anunciar a Jesús, para consolar, para servir, para darse. Lloré de alegría. En estos años en que tuve el privilegio de conocerle y tratarle le vi crecer en el amor a Cristo de forma perseverante, firme, madura; su madurez espiritual era impropia o mejor inusual para su edad. Lo que me cautivó de su personalidad era su amor apasionado a Jesucristo. Le buscó, le encontró, le siguió, se enamoró, le entregó la vida y se fue con EL.
Cuando el domingo después de celebrar la Eucaristía me dieron la noticia de su muerte, me paralicé. Pero enseguida entendí unas cuantas cosas. La muerte de Marcos me ha hecho mucho bien y, por tanto, me produjo mucho dolor. “Mis planes no son vuestros planes”. Considero que su muerte ha sido como su “primera misa”; tan enamorado estaba de Jesús que no pudo resistir ni esperar a su ordenación sacerdotal para celebrarla. Se unió a Cristo, vivió con El, murió con El y con El resucitará.
La vida de Marcos tiene un sello inconfundible: ser un joven cristiano “modelo” para la juventud. Confío que un día pueda ser propuesto por la Iglesia a los jóvenes, como ejemplo a seguir.
Carlos Cano c.p.
Santiago de Chile, Abril 2016