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Testimonio de María Pou

Quería compartir lo que me ronda por dentro estos días, ahora que empiezo a asimilar el golpe, lo que a mi me está trayendo consuelo.

Han sido unos días duros. Duros. La torta ha sido de época, y quiero que haga época, al menos en mi. Creo que una de las primeras cosas que dije, dejándome llevar por el impacto, fue «esto no tiene ningún sentido», parecía demasiado absurdo, pero poco a poco algo voy asimilando, y eso es lo que quería compartir.

No veía a Marcos con mucha frecuencia, pero cuando le veía estaba siempre feliz, dándolo todo. Si le preguntabas qué tal, en vez de el típico «bien» o «no me puedo quejar», te decía, con cara de adolescente enamorado y casi como si no lo pudiera contener: «Bien…la vida con el Señor es maravillosa». No me cabía ninguna duda de que Marcos se había encontrado con Cristo y estaba muy enamorado, lo irradiaba. Y se le veía en la cara que era feliz, no porque no tuviera problemas o dificultades, sino porque las que tenía las vivía unido a Él. Me quedé con ganas de que nos contara con más calma y detalle su vocación, pero lo que supimos de ella lo reflejaba muy claramente, por sus palabras y porque con su sí nos estaba diciendo «mi vida es Cristo». Y lo que nos está llegando de él estos días está siendo un regalo. No deja de impactarme la cantidad de gente que ha sido «tocada» por él para Cristo, en mayor o menor grado, no es posible ignorarlo habiendo estado en el velatorio y en el funeral.

Con lo que ha pasado, es como si Dios le hubiera puesto unos altavoces. Lo que decía él de Cristo está llegando a muchísima gente y nos está tocando a muchos. Como decía su tío, Marcos le entregó su vida a Cristo, y Él le llamó a servir y a unirse con Él como mejor quiso, y no tenemos derecho a cuestionarlo, menos cuando Marcos es ahora mucho más feliz. Pero además está dando fruto, «como esa semilla de trigo que cae a tierra y muere» y da mucho fruto: ha seguido a Cristo en la entrega, en la muerte, y en la resurrección, y está atrayéndonos hacia Él, realizando su vocación, ahora como antes, aunque de otra manera. Marcos no decidió cómo y cuándo morir, pero ya había entregado su vida a Cristo para acercarle a nosotros sin poner condiciones, había asumido su misión de ser otro Cristo con todo lo que conllevara, y si Cristo le tomó la palabra, él habría dicho «hágase».

En el velatorio, con tantísima gente, con unas filas interminables para comulgar que venían por varios lados de la iglesia y seguían y seguían, y que me hacían pensar en un «festival de la Eucaristía», pensaba que ahora Marcos nos tenía donde nos quería tener, que lo había conseguido. Creo que esta muerte hace mucho más visible el signo de Dios que es Marcos (no porque fuera perfecto, sino porque seguía a Cristo con su imperfección a cuestas), nos hace mirar más fijamente a donde él miraba, a Cristo, y en mi caso, me está haciendo querer vivir mucho más unida a Él, en parte porque mirar a Marcos tan enamorado y feliz con Cristo da envidia, y en parte porque esta separación nos recuerda nuestra pequeñez, nos hace humildes y en esa humildad tomamos conciencia de que necesitamos a Dios. Esta cuaresma no vamos a necesitar mucho más recordatorio que el que ya hemos tenido.

Un sacerdote de la familia decía que al ver a tanta gente ahí pensaba en los soldados, que cuando uno cae otro se adelanta y ocupa su lugar. Se refería a las vocaciones sacerdotales, pero no es sólo para ellos. Otra persona decía que ahora tocaba coger el relevo de Marcos en sus apostolados, pero creo que sobre todo Marcos quiere que cojamos el relevo ante el Sagrario y ya de ahí vendrá lo que tenga que venir para cada uno. Por eso quiero decir que en mi su muerte tiene un sentido: llevarme a Cristo, y lo está consiguiendo y voy a intentar que siga teniéndolo. Porque estos días, ante lo que ha pasado, sólo podía volverme a Él. A pesar de mi incapacidad de organizar mi tiempo por prioridades, de renunciar a cosas, de los defectos del carácter y de las circunstancias del día a día de cada uno, creo que esto tiene que tener un resultado: hacerle un hueco en mi día y vivir el resto con Él. Quiero que su muerte, y el dolor que nos ha causado a nosotros y a los demás y que también nos pesa, dé un fruto.

Y recordar que un sufrimiento también es un don, por durísimo que sea, si trae un bien mayor, y que en cierta medida depende de nosotros que así sea: acogerlo y aceptar lo que nos viene con él, y hacer que dé fruto, permitir que su muerte nos dé ese bien mayor, ese regalo que nos quiere dar. Aunque vaya a doler aún mucho tiempo. Y que este dolor nos recuerde el mensaje. Dicen que el sufrimiento es como el megáfono de Dios: la muerte es una consecuencia del pecado, no es querida en sí misma por Él, pero se puede servir de ella para llamarnos. El Papa hablaba esta cuaresma de la tentación de la indiferencia. Dios llama de mil pequeñas maneras, y muchas veces el día a día las acaba ahogando, pero cuando lo hace a través de un golpe como éste es difícil de hacer oídos sordos. Y nos está llamando a Su Amor, a través del amor que Marcos le tiene y que ya se ha consumado.

Cuando le veía salir en hombros de la iglesia, me recordaba a los ganadores de carreras (justo acababa de ver «Carros de fuego» estos días), y cómo comentábamos todos que Marcos había llegado el primero de los primos. Me venían en mente las palabras de San Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida». Y pensaba que queríamos todos poder salir así, en hombros y victoriosos, con una iglesia a reventar de gente que atestiguaba nuestra carrera ante el Padre y ante los demás, diciéndole con nuestra oración «Acógelo con honores que se los ha ganado, te ha amado mucho». Que con lo inesperado de esta separación, Marcos, que va delante, nos ponga el foco en el camino y que nosotros lo sigamos hacia Cristo. Que nos apoyemos unos a otros en esa dirección, y cuidemos sobre todo a los que lo han entregado a Cristo.

Y no, no es porque estemos en la nube y atontados por el dolor. Estamos muy lúcidos por el dolor. No es que queramos buscar consuelo o refugiarnos en la fe: es que vemos lo que, gracias a Dios, se ha hecho patente estos días por la muerte de Marcos, y sólo queremos que siga dando un fruto de cambio en nosotros y en los demás. Y dar gracias por cómo Dios nos está cuidando.